En general el divorcio es percibido de manera plana, unidimensional y tosca: Estamos juntos, no nos llevamos bien, nos peleamos, nos separamos, estamos solos.
La realidad es algo más compleja: Se trata de la catastrófica ruptura de un programa de vida que se suponía perpetuo, irrompible y placentero. Ta n calamitosa, que se lleva todo puesto y provoca la extinción (o más bien la transmutación) de sentimientos, principios y proyectos.
El amor deviene en odio, los sentimientos solidarios en ferocidad, la generosidad en codicia, el respeto en desprecio. Todas metáforas de una desgarrante y muy privada frustración.
Entonces, la discusión de cualquiera de las materias que deben ser se resueltas en el marco de una separación, (alimentos, comunicación, cuidado personal) se transforma en un intercambio furioso de misiles cuyo objetivo final es, siempre, siempre, las tripas del ex.
Detrás de cada reclamo incuestionablemente legítimo se agazapa un designio inconfesable: pulverizar al enemigo. Discutir el monto de los alimentos para encontrar una solución justa, disimula la intención de provocarle al otro una penuria económica tan dolorosa como sea posible. La pretensión de hacerse cargo del cuidado personal de los hijos enmascara el deseo de desplazar al otro progenitor de esa tarea. Las aspiraciones en materia de comunicación invocan el derecho de interactuar con los niños y participar activamente en su crianza, pero ocultan el propósito de que el otro esté menos y en los momentos que menos le conviene.
En ese escenario emerge la más sanguinaria de las contiendas: La discusión sobre los bienes del matrimonio, suprema delicia para el paladar de abogados, contadores, peritos y otros predadores.
Las reglas legales en la materia son bastante claras y suficientemente versátiles como para defender lo uno, lo otro, ambos o ninguno. El alma, en cambio, hospeda miserias tan potentes y complejas que no hay ley que las regule, abogado que ayude a contenerlas ni litigante que las soporte.
Este es uno de los campos en los que la mujer aparece como la más vulnerable. Efectivamente, en el marco de la división de roles tradicional (conmovida pero no suprimida por las acciones feministas), el esposo es tenido por proveedor / administrador de los recursos económicos de la familia. Si bien desde hace mucho que perdió la supremacía que la ley le concedía para administrar el patrimonio familiar y disponer de él, los residuos más arcaicos del entorno cultural (bien que cada vez con menos fuerza) sigue reconociéndole esos atributos.
Así, cuando los futuros exmaridos advierten que comienzan a recorrer el camino hacia el fin de ciclo conyugal, comienzan a pertrecharse para la situación, proceso cuyo objetivo primordial consiste, en general, en apropiarse del patrimonio que legal y moralmente compartían con su mujer. Aparecen entonces las más sorprendentes contorsiones para blindar el patrimonio frente a previsibles reclamos post-conyugales.
El repertorio de maniobras que los abogados estamos en condiciones de imaginar aprovecha la falta de límites que ofrece la peligrosa mezcla de codicia y resentimiento y presenta en sociedad a jugadores ignotos que pasan a desempeñar papeles importantes en la tragicomedia del insolventamiento: Compañías del exterior, amigos, parrilleros, tías abuelas, vecinos de confianza que, de un día para para otro, coinciden en adquirir los bienes que componen el patrimonio familiar. Para ello se valen de firmas inadvertidamente estampadas por sus mujeres, de poderes otorgados hace mucho tiempo por cualquier cosa, o de escribanos complacientes. La versión premium de la artimaña incluye recursos menos rústicos, como misteriosas ganancias provenientes de ficciones financieras que justifican los fondos que utilizan improbables compradores para adquirir bienes, o el empleo de dinero matrimonial para adquirir bienes a nombre de terceros bajo la excusa que se encuentre más a mano. En otros casos …, no sé; ya se le ocurrirá algo a alguien …
Así, el camino regio hacia la apropiación indebida de bienes gananciales está poblado de hologramas fraudulentos todos bajo el formato de augustos documentos, certificados, legalizados, apostillados, consularizados y hasta condecorados con pomposas cintas rojas y sellos dorados.
Jorge Alterini, uno de los grandes maestros del derecho argentino, decía en sus clases que, si el derecho debiera expresarse en una sola norma, acaso la formulación que tendría mayor riqueza sería la que impusiera a las personas comportarse de buena fe. La idea es, desde el punto de vista ético, valiosísima e irrefutable, pero: ¿cómo se activa?
Uno de los lamentables preceptos de la inconmensurablemente estúpida viveza criolla postula (con cierto orgullo) que, hecha la ley, hecha la trampa. Afortunadamente, en el tema al que me estoy refiriendo, esta especie de abdicación ética colectiva va siendo sustituida de manera lenta pero sostenida, por un movimiento que se nutre de conceptos de estirpe más social que jurídica, tales como la protección de los grupos vulnerables, la perspectiva de género, el reconocimiento de la existencia e ilicitud de la violencia económica, etc. que convergen en el muy saludable anhelo que aspira a que, hecha la trampa, se haga la ley.
Este nuevo modo de pensar inspiró la incorporación al ordenamiento de normas concretas, así como la revalorización por parte de los tribunales de otras ya existentes. Comienzan entonces a jugar en las grandes ligas principios tales como la ineficacia de los actos que impliquen cualquier forma de fraude a la ley, el castigo (civil y penal) del fraude conyugal, la protección jurídica de la vivienda, el así llamado corrimiento del velo societario (es decir la supremacía de la realidad económica por encima de las construcciones formales), etc.
Gracias a ello, los abogados contamos con herramientas aptas para remediar las consecuencias disvaliosas de las maniobras de esposos vivos sin darnos de cabeza contra las apariencias, que antes lucían como murallas de concreto, degradadas hoy a tabiques de cartón
De ese modo, la preservación de la vivienda familiar (aunque se trate de un bien propio de uno de los esposos o aún de un inmueble alquilado a un tercero) así como la de los muebles y efectos del hogar conyugal o convivencial, el desconocimiento de los actos celebrados en fraude a la ley o a los derechos del cónyuge o de los hijos, el castigo penal de tales actos, la posibilidad de declarar nulos los convenios de división de bienes cuando se ha ocultado la existencia de algunos, el desconocimiento de la validez de los entramados societarios empleados para retraer activos de la comunidad de bienes, etc. constituyen recursos sorprendentemente eficaces cuando son empleados con idoneidad y perseverancia.
A un entorno normativo más amigable, que se va distanciando progresivamente del pensamiento machista, se suma el santo grial de la modernidad: El acceso a la información. Por una parte, organismos gubernamentales acumulan, procesan y organizan cada vez más información sobre el patrimonio de personas y empresas. Si bien el objeto primario de tal cometido tiene, básicamente, fines recaudatorios y de contralor de la legalidad de fondos, ofrece, como beneficio secundario, la posibilidad de acceder, orden judicial mediante, a información que transparenta la verdadera situación patrimonial de los individuos. La simplificación de los mecanismos de intercambio de información entre estados extranjeros y la posibilidad de ejecutar órdenes judiciales dictadas en otro país, todo ello apoyado en las facilidades tecnológicas disponibles para la acumulación, procesamiento y transmisión de datos, constituyen un ecosistema que, adecuadamente empleado, es apto para propinar una espectacular trompada al hoy arcaico lo pongo a nombre de mi cuñado y listo.
Además, ya ni en los cuñados se puede confiar.