La violencia económica es una modalidad de la violencia de género que se expresa a través de conductas que en apariencia no son ilegales y que tienen por objeto subordinar y manipular a la mujer mediante la supresión o la limitación de su autonomía económica.
No pesarse para no saber cuánto engordó; no contar el fajo de billetes escondido en un cajón para evitar notarlo menos abultado; no acercase demasiado al espejo para que este no devuelva una imagen inaceptable, postergar los análisis para no enterarse de sus escandalosos niveles de colesterol. No consultar a psicólogos o abogados para evitar sentirse incorporada al penoso padrón de las víctimas de violencia de género.
Eso se llama negación, más allá de las explicaciones que usemos para disimularlo, (es decir para negar la negación). Los expertos han desarrollado terabytes de literatura para explicar el concepto que, en lo que a estas líneas respecta, es simplemente una estrategia de defensa para negar la existencia o la envergadura de los conflictos que atravesamos.
En el Burgués Gentilhombre de Molière, Jourdain le pregunta al filósofo cuál es la diferencia entre prosa y verso y cuando recibe la respuesta exclama ¡Por vida de Dios! ¡Más de cuarenta años que hablo en prosa sin saberlo! Sin la ingenuidad necesaria para formular la pregunta, el personaje jamás se habría anoticiado de su dominio de la prosa. En realidad, apeló a la ingenuidad para negar su ignorancia.
Para muchas mujeres la violencia económica es un componente inadvertido de su rutina, tan naturalizado como para Jourdain la prosa. (Muy convenientemente, a diferencia de lo que ocurre con la violencia física, los moretones de la económica sólo se ven desde adentro). Hasta no hace demasiado, la idea de violencia de género se asociaba a sus expresiones más obvias: la física y la sexual. La incorporación del tópico a la agenda de preocupaciones globales permitió ir identificando nuevas modalidades, ámbitos y patrones de comportamiento, y creando herramientas de prevención y sanción. En ese marco, conductas que hasta hace pocas décadas eran percibidas sólo como métodos inapropiados de administración del patrimonio familiar o simples incumplimientos económicos, hoy son entendidas como practicas violentas, abusivas y crueles.
Quizás resulte útil señalar que el fenómeno de la violencia inadvertida es diferente que el síndrome de la indefensión aprendida, descripto por el psicólogo estadounidenses Martin Seligman. Mientras que en el primer caso la víctima sólo percibe ciertas prácticas injustas o inapropiadas en el manejo de las finanzas de la familia, enmascaradas detrás de su estructura patriarcal, el síndrome de la indefensión aprendida implica parálisis, resignación e impotencia frente a conductas de ese tipo, que, en este caso, sí son percibidas y sufridas como actos violentos. El error en la percepción en un caso y la pérdida de esperanzas en el otro, conducen a renunciar al auxilio de las herramientas legales disponibles para repeler los actos de violencia.
La ley 26.485 define como violencia contra las mujeres toda conducta, acción u omisión que, de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, basada en una relación desigual de poder, afecte su vida, libertad, dignidad, integridad física, psicológica, sexual, económica o patrimonial, como así también su seguridad personal. La amplitud de la definición ofrece pautas objetivas para identificar como violentas ciertas conductas antes ocultas en las proverbiales zonas grises del derecho, tan apropiadas para el statu quo.
Ahora bien: ¿Por qué es necesario definir? En la vida ordinaria, la definición es la descripción de una persona, un lugar, un objeto, etc. que nos permite atribuirle determinada identidad. En derecho, eso implica incluir al acto de que se trate en una categoría teórica llamada naturaleza jurídica, y con ello determinar qué régimen legal le es aplicable.
Claro está que ese mecanismo no es más que un divertimento académico si no se activa desde el reconocimiento, por parte de la víctima, de actos de violencia económica en conductas concretas. En cualquier proceso terapéutico, el primer acto saludable consiste en reconocer la existencia y gravedad de la enfermedad.
Asumamos entonces que se ha logrado superar el efecto obstructivo de la negación: ¿Cómo se reconoce un acto de violencia económica? Más allá de su vigor ideológico, la expresión violencia económica tiene, en derecho, significado y régimen legal concretos, es decir, constituye un fenómeno identificable y diferenciable de otros, que produce ciertas consecuencias previstas en las leyes.
Esquemáticamente, la cuestión puede plantearse del siguiente modo:
No todo incumplimiento económico implica violencia.
No todo acto de violencia económica implica un incumplimiento
Ciertos actos constituyen incumplimientos y, al mismo tiempo, violencia económica.
Además del género de agresor y víctima, el rasgo definitorio de la violencia económica es el aprovechamiento abusivo de una situación de desigualdad de poder.
Así, la falta de atención esporádica de las obligaciones alimentarias en el marco de un historial de pagos razonable, los negocios ruinosos resultantes de errores de administración y otros actos similares no constituyen, en principio, violencia económica. Por el contrario, deben ser considerados tales los incumplimientos alimentarios reiterados, el ocultamiento malicioso de bienes o ingresos, la generación de pérdidas fraudulentas, la registración a nombre de sociedades de bienes adquiridos con fondos familiares, etc. Menos obvias, y aunque no impliquen desplazamientos patrimoniales directos, constituyen violencia económica, prácticas tales como:
Prohibir a la pareja que trabaje.
Sabotear su trabajo.
Hacer que la pareja trabaje en el negocio familiar sin una remuneración económica
Obligar a la pareja a formar parte de acciones fiscales fraudulentas.
Manejar de manera unilateral e inconsulta las finanzas familiares
Limitar la disposición de dinero por parte de la mujer obligándola a reclamarlo de manera insistente, entregándole menos de lo necesario o de manera arbitrariamente fraccionada.
Impedir de autonomía financiera de la mujer, aun con respecto a los recursos obtenidos por el
Amenazarla con dejarla en la calle
Engañarla para aprovechar en beneficio propio los recursos de la muje
Controlar abusivamente los gastos y exigir rendiciones de cuentas aun para los consumos más insignificantes.
Implantar en la cultura familiar la idea de que las finanzas son cuestiones masculinas y que las tareas domésticas carecen de valor.
La brutal sutileza con que se expresan estas formas de violencia explica por qué muchas mujeres sospechan que algo está mal y aun así lo sufren cotidianamente con la desavisada naturalidad con que Jourdain empleaba la prosa.
La definición del fenómeno y la consiguiente identificación de prácticas violentas permiten el acceso a una serie de herramientas preventivas y punitivas no disponibles para los incumplimientos económicos no violentos.
En derecho de familia, los reclamos económicos tienen un propósito esencialmente reparatorio. Los casos de violencia de género, en cambio, involucran cuestiones en las que está nítidamente comprometido el interés social y, además, implican el aprovechamiento indebido de las vulnerabilidades de la víctima, lo que los perfila como como conductas siempre inmorales y muchas veces, lisa y llanamente delictivas. Por ello, el repertorio de dispositivos legales es más amplio y los procesos judiciales a que dan lugar las denuncias de violencia de género se caracterizan por un sesgo orientado hacia la prevención, la protección y la sanción y no sólo al cumplimiento de obligaciones económicas.
Los tribunales disponen de un vastísimo repertorio de medidas para prevenir y castigar la violencia de género: Prohibición de acercamiento, cancelación de matrículas en asociaciones profesionales y clubes, interdicción para salir del país, exclusión del hogar, prohibición de comprar armas, asistencia obligatoria a programas educativos, reflexivos o terapéuticos, y, como prevé la ley, cuanta otra resulte necesaria para garantizar la seguridad de la mujer que padece violencia, hacer cesar la situación de violencia y evitar la repetición de todo acto de perturbación o intimidación, agresión y maltrato del agresor hacia la mujer. Además de las medidas convencionales, la jurisprudencia creó otras que excluyen al victimario económico de ciertas franquicias legales. Por ejemplo: El Código Penal dispone que las estafas entre esposos no son punibles, (norma discutible pero vigente). Sin embargo, en numerosos casos se decretó que esa norma es inconstitucional porque implica perdonar actos de violencia económica. Desde es interpretación, el agresor pierde la muy discutible impunidad que le concede la ley penal. Con el mismo criterio, en casos de incumplimiento de los deberes de asistencia familiar (delito consistente en la sustracción maliciosa al pago de alimentos), considerando que la conducta reprochada implica el aprovechamiento de una situación de desequilibrio, se privó al hombre del acceso a la mediación penal, ámbito en el que es posible evitar una condena. Por su parte, el art. 32 de la ley 26.485 permite aplicar medidas punitivas similares a las medidas simbólicas o sustitutivas (sanciones menos gravosas que las penales), de práctica en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con propósitos ejemplarizantes o disuasivos.
El tratamiento de los actos de violencia económica en el marco de la problemática de género implica traccionarlos desde el terreno de los conflictos privados hacia el de las políticas públicas y, al mismo tiempo, permite activar estas políticas para atender de manera integral situaciones para cuya contención las herramientas tradicionales se han mostrado insuficientes.
Nada de lo dicho tiene sentido si la violencia permanece enmascarada.