El derecho de la minoridad está construido sobre un estándar conocido como “Interés Superior del Niño”, principio que, más allá de las discusiones teóricas que suscita, impone la satisfacción de las necesidades de los niños en materia de educación, salud, vivienda, alimentación, etc. Por ello, la eficacia de las resoluciones judiciales derivadas de incumplimientos alimentarios requiere de herramientas potentes e invulnerables al talento acrobático de algunos deudores.
Numerosas normas locales e internacionales prestan soporte a esa idea. La Convención sobre los Derechos del Niño establece que “Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas para asegurar el pago de la pensión alimenticia por parte de los padres …”. En el plano local, el nuevo Código Civil y Comercial consagra, en materia de procesos de familia, el principio de la tutela judicial efectiva que consiste en la posibilidad de acceder a la justicia, obtener una sentencia justa y que la misma provoque efectos ciertos. Para ello, autoriza a los jueces a “…imponer al responsable del incumplimiento reiterado de la obligación alimentaria medidas razonables para asegurar la eficacia de la sentencia…”.
Las normas son claras y su componente ético, evidente. Sin embargo, el ingenio de los operadores del derecho ha sido insuficiente para superar los obstáculos que interpone un sistema judicial impersonal y grisáceo, repleto de herramientas enlatadas y resistente a la innovación.
Si el que reclama los alimentos tiene la suerte de que quien no los paga posea ingresos comprobables o bienes exteriorizados, seguramente podrá cobrar su crédito a través de los procedimientos más o menos tradicionales, no sin antes observar el ritual de un parsimonioso paseo por el proceso
Si, por el contrario, el obligado a pagar alimentos no posee ingresos o bienes detectables, la sentencia termina por limitar su valor al de una tibia e inútil admonición impartida por el estado. (La inscripción en los Registros de Deudores Alimentarios Morosos ha demostrado ser poco efectiva). En esa situación, el beneficiario de los alimentos recibe sólo una nota de crédito contra el futuro, a la espera de un hecho mágico que cambie la realidad.
Ese panorama implica el fracaso del sistema judicial y una inaceptable, inconstitucional, e ilegal desatención del Interés Superior del Niño.
Sólo rescatamos de los repertorios de jurisprudencia algunos pocos casos en que se haya empleado con valentía la franquicia de las medidas razonables a las que me estoy refiriendo. Por ejemplo, un juzgado de Rawson ordenó la interrupción de la transmisión de una emisora de radio de la que el deudor alimentario moroso era propietario; en Mendoza se decretó, en el caso de un deudor de profesión abogado, la prohibición de salida del país y la comunicación al Colegio de Abogados; también en Mendoza se impuso a un padre moroso una prohibición de salida del país y la obligación de realizar tareas comunitarias. Recientemente, de nuevo en Rawson, un juez declaró provisoriamente que un comercio registrado a nombre de la pareja de un deudor alimentario era en realidad de propiedad de este, lo clausuró, secuestro el chip de su celular y ordenó a la proveedora del servicio que no le entregara otros nuevos.
Contra la “heterodoxia” (es decir la innovación una vez almidonada) se levantan exaltados argumentos y hasta se sermonea sobre la afectación de garantías constitucionales.
Creo que la queja representa, más bien, el desconcierto frente a la innovación. Las garantías constitucionales, efectivamente, resultan afectadas, pero … ¿quién dijo que no se las puede afectar? Es antijurídica su violación, es decir el quebrantamiento arbitrario de derechos fundamentales. La afectación de garantías constitucionales, en cambio, es el resultado legítimo de un test comparativo de valores, por ejemplo, entre el derecho constitucional del deudor de alimentos a conservar el pasaporte y al derecho constitucional del niño beneficiario a recibir educación, salud y vivienda. Si la restricción del primero induce a satisfacer el segundo: ¿Cuál debe prevalecer? La libertad de circulación es un derecho de raíz constitucional pero los semáforos una necesidad.
Las ideas que anteceden proponen un paradigma diferente al tradicional, a saber: Cualquier medida razonable (y no solamente las de naturaleza explícitamente patrimonial ni las propias del derecho de familia) puede ser empleada para forzar a un deudor alimentario a cumplir sus obligaciones. Obviamente, queda excluido del concepto de razonabilidad el impedimento de comunicación con los hijos.
La adopción de ese criterio activa un repertorio de herramientas legales audaces y seguramente efectivas. Nada impide emplear válidamente recursos conminatorios como, entre muchos otros, la inclusión de los deudores alimentarios en el "Veraz" (o bases de datos análogas) la prohibición de viajar al exterior, la interdicción del ingreso a espectáculos deportivos o artísticos, el corte del servicio de TV por cable o de internet, las restricciones de acceso al sistema financiero, el retiro de permisos y licencias para ciertas actividades suntuarias como la navegación deportiva, la prohibición de ingreso a centros de ski y otras prácticas similares, etc. Si en el contexto de cada caso las medidas resultan ser razonables y eficaces para asegurar el cumplimiento de sentencias (o acuerdos) alimentarios, entonces, por más atrevido que sea o escandaloso que parezca, los recursos son legalmente admisibles.
La conminación es una herramienta presente en todo el ordenamiento legal. Se trata de poner al desobediente en situación de optar por el que, desde su perspectiva, constituiría el “mal menor”. Aun así, no se trata de remedios de venta libre. El mero propósito sancionatorio, un incumplimiento aislado, la falta de exigibilidad plena del pago omitido, la arbitrariedad de la medida seleccionada, constituyen impedimentos para su aplicación.
Una vez más, debajo de la toga son necesarios los pantalones (o su equivalente en dialecto “todos y todas”).