Los alimentos: Ese oscuro objeto del deseo

Además de las consecuencias de superficie (separación, conflictos legales, discusiones económicas), el divorcio produce otras, menos visibles, pero igualmente relevantes.

La separación empieza por el lenguaje: papi y mami evocan un vínculo integrador e inclusivo. Quien se refiere a papi (o a mami) no participa del vínculo, pero si del afecto. Tu padre (o tu madre) en cambio, marcan límites poderosamente expresivos. La incorporación del pronombre tu despeja cualquier duda respecto de la participación, no ya en el vínculo, sino en el afecto. El tránsito de la condición de papi o mami a la de padre o madre implica una concluyente supresión de los afectos por el ex.

El cambio en la nomenclatura de los miembros de la familia va acompañado de una nueva dinámica y de la adquisición de roles diferentes por quienes emprenden el doloroso tránsito de la convivencia a la ruptura.

Las novedades no se limitan al lenguaje: Las cuestiones que en una familia bien avenida convocan la solidaridad devienen, después de la separación, en motivo de batallas feroces. No termina de sorprenderme la destreza de los litigantes para transformar asuntos tales como la educación, la salud, la recreación y la crianza de los hijos, en hojas de acero (bajo el formato de carta documento) dispuestas para filetear impiadosamente al adversario. Por cierto, los abogados no somos nada ajenos a la tarea.

Probablemente, la expresión más elocuente de este proceso radica en la cuestión económica. Mientras las relaciones familiares funcionan armoniosamente, el abastecimiento de las necesidades de los integrantes del grupo se gestiona de manera colaborativa. Todos disfrutan de los momentos de prosperidad y todos ahorran en los momentos de estrechez. En las familias protegidas por una red sólida de afectos, las crisis económicas agregan un motivo al fortalecimiento de los vínculos. En cambio, en las familias afectivamente frágiles, un tropiezo suele precipitar la separación.

Producida la ruptura, tu padre se transforma en un proveedor mezquino y tu madre en una demandante voraz e insaciable. Adquieren vigencia reglas de juego diferentes, funcionales a la nueva caracterización de los personajes: Desaparece el concepto de comunidad como idea y como práctica. No hay más cuentas comunes, ni ahorros compartidos, ni reservas domésticas de acceso indistinto. Los hombres, emperadores destituidos, precisan del manejo avaricioso del dinero para obtener una certificación ficticia del rol que ya no ocupan y vengarse de quienes lo depusieron. Las mujeres, por su parte, comunican su furia vociferando reclamos económicos, a veces justos y a veces no, que casi siempre, expresa o implícitamente, incluyen una negociación del derecho de comunicación del padre con los hijos, sensible al aporte de cospeles alimentarios.

He presenciado numerosísimos divorcios en los que los protagonistas transcurren la situación en armonía. Se los ve sonrientes, se tratan con amabilidad y se ayudan. Las cuestiones de dinero no constituyen motivo de disputas y su única preocupación es evitar que la ruptura provoque sufrimiento en sus hijos. Lo he visto muchas veces en Netflix. En la vida real, una separación raramente elude épocas de alta conflictividad que transcurre en el muy conveniente escenario de las riñas económicas.

Esos momentos resultan a la vez repugnantes y aliviadores. Repugnantes porque ni el más irracional de los enconos ayuda a soportar el intercambio de los sentimientos, miradas e impulsos dañinos que nutren el enfrentamiento. Aliviadores porque constituyen una especie de ritual que valida la nueva identidad de ex en reemplazo de la anterior de pareja. (Quizás el motivo es otro y este párrafo constituye un abuso, por mi parte, de la gratuidad de la psicología silvestre).

Como fuere, en algún momento los abogados de familia recibimos la instrucción de promover la madre de todos los litigios, con la premisa, pudorosamente disimulada, de exigir todo si estamos de un lado, o de no dar nada si estamos del otro. Los reclamos económicos resultan en general un vehículo apropiado, ya que rotular al contrincante por su mezquindad o su codicia resulta socialmente más aceptable que cuestionar sus aptitudes parentales. Al mismo tiempo, se negocia más decorosamente, ya que partir diferencias está mejor visto que partir hijos.

Desde el punto de vista estrictamente legal, la cuestión es bastante sencilla: Bajo las leyes argentinas, los padres deben proveer a sus hijos vivienda, salud, educación, manutención y esparcimiento hasta que estos cumplen 21 años. Cuando estudian y ello les impide proveerse de medios, la obligación se extiende hasta los 25. La carga corresponde a ambos padres; se le reconoce un valor económico a la dedicación personal y debe pagar más alimentos quien esté en mejores condiciones de hacerlo.

Si la aceptación emocional de esos conceptos resultara tan simple como su comprensión intelectual, seguramente mi especialidad y la de mis colegas abogados de familia sería otra.

Sin embargo, no es nada sencillo aceptar algo tan sencillo. En las separaciones, los bienes materiales adquieren un valor referencial tan fuerte que negociarlos en las etapas más agudas del conflicto implica transar sobre la identidad personal más que sobre valores pecuniarios. Y la identidad no se regatea, especialmente cuando está débil porque convalece de una ruptura familiar. No se trata de la puja que la propia ley legitima, es decir posibilidades contra necesidades. Esta constituye la versión apta para todo público de una reyerta más oscura, más dolorosa y menos confesable.

¿Cuál es el sentido de estas reflexiones? Suponiendo que fueran correctas: ¿Hay algún modo de hacerlas operativas? Creo que sí. Consiste, esencialmente, en separar el rol del abogado del lugar del cliente. Este sufre y no imagina más que sentimientos devastados después de la separación. Por eso le está permitido valerse de las metáforas que el conflicto pone a su disposición. El abogado, en cambio, se conmueve por el sufrimiento ajeno, pero no lo sufre. Por ello, le está prohibido autenticar las alegorías destructivas de su asistido.

Claro está, no es fácil cuestionar a quien sufre por haber sido cuestionado. Una imprudencia, un exceso, una muestra de intolerancia pueden transformar rápidamente al asesor en agresor y aumentar la dosis de hostilidad.

Mientras el cliente pretende detener las aguas del Jordán, cruzar los Andes y demoler el muro de Berlín en un escrito de tres carillas, el abogado debe ofrecerle menos épica y acompañarlo, hacia aquel lugar distante pero preciso en el que su propia autoestima lo está esperando para el reencuentro. Quien no lo intenta, limita su función a la de jurista o la reduce a la de divorciador.