¿No pretenderás ganar un juicio de familia?

Un amigo me preguntó una vez si llevo una estadística de los juicios ganados en mi carrera. Después de pensarlo unos instantes, le conteste: Si. Ninguno. Le expliqué que la única manera de ganar un juicio de familia es evitándolo.

Ismael Serrano pregunta en su canción Mañana quizás sea tarde Explícame tu quien gana cuando se acaba la guerra… A los muertos los entierran: ganadores, perdedores, da igual del bando que sean. Por cierto, los muertos del bando ganador no ganan la guerra, ni los sobrevivientes del perdedor son del todo derrotados.

Esa paradoja es más notoria en los conflictos bélicos que en las contiendas judiciales ya que éstas no provocan víctimas literalmente fatales. Seguramente por eso, casi todos conocemos más litigantes que combatientes (aunque a veces no resulta sencillo distinguirlos).

Está claro que las cuestiones relativas a la parentalidad (alimentos, regímenes de cuidado y de comunicación con los hijos, atribución de la vivienda, etc.) constituyen tópicos importantes cuando a raíz de un divorcio es necesario estructurar un nuevo modus vivendi. Sin embargo, la trascendencia de estos temas no oculta su condición de metáfora del abstruso sentimiento del fracaso, enojo e impotencia que constituye un inevitable ingrediente de las rupturas familiares.

Producto del error de suponer que alguien puede ganar un juicio de familia, quienes atraviesan un conflicto en ese terreno recurren a los tribunales en búsqueda de sentencias sanadoras. Creen que los jueces, del mismo modo en que imparten justicia, pueden distribuir equilibrio; que tal como embargan bienes pueden trabar medidas cautelares sobre afectos. Que pueden dictar una resolución que los absuelva de sufrir.

Nada de eso es posible.

El abordaje de un caso de familia requiere modificar drásticamente los patrones de análisis a los que los abogados estamos acostumbrados. Por lo general, los reclamos (para más o para menos) de alimentos, régimen de comunicación, cuidado personal, división de bienes, etc. Implican, además de la demanda manifiesta contenida de ellos, la articulación de una alegoría que persigue la reparación del daño emocional asociado a eventos que para muchos constituyen el más gran fracaso de sus vidas. Para peor, la sensación de extrema vulnerabilidad que afecta a quienes atraviesan semejantes situaciones, solo es tolerable a partir de un rediseño indulgente de la realidad que, inexorablemente, deposita toda la culpa en el otro y todo el sufrimiento en uno mismo. (Por cierto, no es fácil poner en practica la propuesta de Lacan cuando invita a preguntarse ¿Cuál es tu propia parte en el desorden de que tú te quejas?)

Plantear la contienda en esos términos resulta más tolerable que aceptar que la persona de quien uno se está separando no es la misma con quien antes decidió formar una familia, que el beso en la frente de un hijo dormido depende ahora de la homologación de un régimen de comunicación y no del recorrido de un breve pasillo; que la preocupación por no extraviar el comprobante de pago del seguro medico está más justificada por la eventual necesidad de exhibirlo ante un juez que por el peligro de interrupción del servicio. Que el amante devino contraparte y que el vínculo con los hijos se encuentra ahora sofocado por papeles.

En ese entorno emocional, padres y madres que en su vida diaria dimanan simpatía y cordialidad, son amables y solidarios, respetuosos y considerados, se transfiguran en feroces y descontrolados guerreros dispuestos a inmolarse.

Pero los kamikazes no llevaban pasajeros.

Nuestros litigantes seriales, en tanto, van acompañados nada menos que por sus propios hijos, apoltronados entre la psicoterapia y la Convención de los Derechos del Niño, ambos muy útiles, pero en definitiva sólo sustitutos transgénicos del cuidado paternal / maternal.

Es cierto que a veces el litigio es inevitable porque constituye la única herramienta idónea para intervenir en situaciones generadas por el mal uso del poder. Ello ocurre, por ejemplo, en los casos de incumplimiento alimentario, obstrucción o impedimento de contacto, violencia familiar, denuncias falsas, etc. Aun así, la respuesta judicial (habitualmente tardía e insuficiente) es, por naturaleza, transitoria, ya que no se proyecta sobre las causas estructurales de la disfuncionalidad sino solo sobre algunos de sus evidencias superficiales.

Si concluir un conflicto consiste en solucionarlo de manera definitiva, los de familia no concluyen. Sólo se superan sus episodios más agudos reduciendo por un tiempo su intensidad. Ello no se debe a las malas intenciones de sus protagonistas (aunque muchas veces se comportan malintencionadamente) ni a la incompetencia de sus abogados (aunque muchos profesionales carecen de idoneidad) ni al mal funcionamiento del sistema de justicia (aunque a menudo funciona ciertamente mal). No. Los conflictos subsisten porque subsisten los sentimientos en que se arraigan. Desde ese punto de vista, la pretensión de concluirlos de una vez y para siempre parece tan poco apropiada como la de decapitar a alguien para evitar sus jaquecas recurrentes. Menos probable aun es “ganarlos”.

Asumir esa realidad implica orientar los esfuerzos de quienes desempeñamos alguna función en esos procesos hacia el hallazgo de propuestas más resolutivas que reivindicativas y más pragmáticas más que espectaculares.

No existe el buen divorcio, como tampoco la buena guerra. El intento de doblegar ese axioma resulta inútil y frustrante. Por el contrario, la convicción de que hay vida más allá del divorcio y de que la plenitud de ésta depende de la posibilidad de preservarse del efecto tóxico del conflicto, es esperanzadora, fortificante y su sola representación, superadora.

Con las ideas expuestas pretendo ir más allá de una simple reflexión coloquial. Por una parte, propongo a mis colegas abogados de familia una conducta procesal que implique una constante medición de las acciones en función de objetivos. superadores, más allá de la pequeñez binaria de ganar o perder. Al mismo tiempo, interpelo la destreza introspectiva de quienes son parte en estas cuestiones para que apliquen miradas nuevas, generadoras de propuestas diferentes.

 Por último, le explico a mi amigo por qué los juicios de familia no se ganan.